Llegó a mis manos como un regalo anticipado de cumpleaños, y lo devoré antes de que se vaya del todo el sopor de los festejos.
La que tengo ante mí es la sexta edición, de junio de 2017, de un libro que tiene al menos 5 años en la calle, sus tantas impresiones anteriores, y al menos 20 años de vida.
“Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, de
Cristian Alarcón, es uno de esos textos que llegan tardíamente a quienes, como yo, hice del periodismo político un refugio para escaparme de estas realidades, de estas otredades que generan esos otros, hombres y mujeres de trajes y vestiditos con chaqueta que administran la cosa de todos.
Esta es la historia de unos pibes del tercer cordón norte del conurbano bonaerense. Pero es universal porque podrían describir también los márgenes pobres de cualquier suburbio del país, allí donde se amontonan los pobres-marginales que el Estado ve como un número, o peor, ni siquiera los ve.
Agradezco el regalo. Reconozco al autor y se entiende rápidamente porqué este texto, una crónica de esas atrapan de movida, tiene premios y halagos sobre su canto. Altamente recomendado.
Extracto del prólogo
Cuando llegué a la villa, solo sabía que en ese punto del conurbano norte, a unas quince cuadras de la estación de San Fernando, tras un crimen, nacía un nuevo ídolo pagano. Víctor Manuel el “Frente” Vital, diecisiete años, un ladrón acribillado por un cabo de la Bonaerense cuando gritaba refugiado bajo la mesa de un rancho que no tiraran, que se entregaba, se convirtió entre los sobrevivientes de su generación en un particular tipo de santo: lo consideraban tan poderoso como para torcer el destino de las balas y salvar a los pibes chorros de la metralla. Entre los trece y los diecisiete años, el Frente robaba al tiempo que ganaba fama por su precocidad, por la generosidad con los botines conseguidos a punta de revólveres calibre 32, por preservar los viejos códigos de la delincuencia sepultados por la traición, y por ir siempre al frente. La vida de Víctor Vital, su muerte, y las de los sobrevivientes de las villas de esa porción del tercer cordón suburbano —la San Francisco, la 25 de Mayo y La Esperanza— son una incursión a un territorio al comienzo hostil, desconfiado como una criatura golpeada a la que se le acerca un desconocido. La invocación de su nombre fue casi el único pasaporte para acceder a los estrechos caminos, a los pequeños territorios internos, a los secretos y las verdades veladas, a la intensidad que se agita y bulle con ritmo de cumbia en esa zona que de lejos parece un barrio y de cerca es puro pasillo.