El mejor oficio del mundo

“El periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad.”
Gabriel García Márquez

 

 

El periodismo es el mejor oficio del mundo. Lo dijo García Márquez y muchos compañeros en la profesión así lo creen, aún en las peores épocas. Aún en días como los actuales en que la indecencia pelea con la coherencia una definición en clave de sinónimo; en que la militancia disputa con la independencia nuevas formas de periodismo, como si fuera posible en esos términos; en momentos en que la descalificación desplaza a los argumentos y el mínimo reconocimiento de terceros es más bien una gestión interesada en busca de silencios o voces direccionadas.

Sucede ahora mismo. El Día del Periodista aparece como una celebración apoteótica de la hipocresía, primero porque siempre hay poco para festejar y segundo porque el mar de egos que inunda las costas de la corporación (para usar un término ciertamente vigente) nos hace malos anfitriones. Y al no ser capaces de encauzar y sostener el más mínimo respeto por un colectivo social como el periodístico, cedemos gratuitamente nuestros espacios. Entonces surgen los otros, los cientos de amos de ocasión que compran simpatías y compromisos con un par de chipacitos. Cinismo puro.

Cada 7 de junio recordamos a Moreno con una misa en la escuela que lleva su nombre y después, o antes, cenamos en el gremio. El resto de la semana nos hacemos del tiempo que no tenemos. La agenda nunca es más revisada para poder estar en la mayor cantidad de atracones de favor donde hay que escuchar incluso al depreciado porque se usa, es costumbre.

¿Alguien recuerda convite como el de los periodistas pero con enfermeros, bomberos, docentes, porteros, mecánicos o carpinteros?

Tal vez no sean “tan importantes” como los periodistas.

Lo cierto es que nosotros, dueños de la efímera verdad del momento, del día o de la historia, hasta que alguien la revise, no somos capaces de cuestionar en los hechos el por qué de los favores. Sí la veracidad de cualquier versión ciudadana que interrumpa el descanso del statu quo. Brindamos al abrigo del señorío pero le contamos las costillas a sus víctimas.

Nos olvidamos, en días como los de hoy, que la mayoría de nuestros celebrantes luchan el año entero para imponernos su verdad callando, a nosotros o a colegas.

No recordamos que algunos otros viven del diseño de los más variados métodos de censura, o de presiones de todo tipo, principalmente económicas, para hacer decir lo que conviene, antes de lo que se debe.

Días como los de hoy sientan las bases de un jubileo en el que muchos caemos, para luego, sumidos en una especie de insomnio conveniente, repitamos los discursos sin siquiera recurrir a una partitura. Recitamos de memoria, a veces sin necesidad, cierta melodía dominante (término si los hay), históricamente pretendida en tanto única.

No obstante, un día como el de hoy, tal vez sirva en el fondo también para algo. Puede que para debatir; para hacer las cuentas y tratar de ver si nuestros números pesan más en la columna del debe o en la del haber.

Es decir: ¿Sirve, un día como el de hoy, para preguntarnos por qué es mejor trabajar para un gobierno que para un medio? ¿Es posible que la obviedad de la razón del dinero se imponga, sin más, a las razones de la profesión? ¿Es posible que transitemos un cambio de formato, donde el escritorio sea suficiente verdad para trocarlo por la crónica desde el lugar de los hechos? ¿Es admisible que el periodismo de la gacetilla reemplace a uno de creación? ¿Podemos acceder a que el dato oficial niegue la más mínima investigación? ¿Somos capaces de permitir que la alienación programada desde los sectores encumbrados, del origen que fueran, sea suficiente calmante para el fuego de la preparación, de la superación permanente? ¿Es posible que después de desnudar todas estas falencias nos creamos elegidos?

El vale todo de estos días habilita primeros planos a triunfos fugaces y lo niega a cualquier crítica. De hecho, esto de la crítica nos convierte hoy, sin escalas, en estatales o corporativos, plato que se come sazonado con escraches de todo tipo, y embestidas de una violencia que desnuda el ADN de otros tiempos.

La discapacidad de la hora se ensaña con el oído más que con la boca. Escuchamos poco y, cual niño incontinente, nos decimos encima, todo el tiempo. Reproducimos discursos unidireccionales que en estas zonas andan teniendo dos propaladoras, y nos olvidamos de sus razones. No las cuestionamos. Quemamos, por tanto, la raíz de cualquier análisis.

En cambio, asumiendo cierta complicidad ignorante, muchos periodistas y medios nos adjudicamos un arbitraje ante el público al que le permitimos cualquier exceso. Ni siquiera nos hacemos cargo de decirlo con voz propia. Usamos a la gente (que también se dice encima) para abonar un discurso estigmatizante, discriminador, que convierte a la víctima en victimario de un sistema viciado, excluyente.

Cuando esto pasa, periodista y periodismo han dejado de mediar para convertirse en serviles re-productores de sentidos que no controlan.

“Es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional”, agrega García Márquez.

Tal vez, finalmente, sirva un día como el de hoy para reconocernos en el circo. ¿Nos veremos haciendo piruetas que además, por si fuera poco, otros copian, con tal de que la gente nos lea, nos siga, nos crea?

¿La vanidad que nos envuelve nos permitirá alguna vez hacer algún tipo de autocrítica seria, para que además de leernos, la gente nos tenga algo de compasión?

Ya no se trata de que nos sigan como a profetas. Se trata de que seamos dignos de recuperar nuestra propia dignidad, ultrajada por tanta hipocresía y servilismo idiota, producto de nuestro analfabetismo en el tratamiento de cuestiones clave de la cosa pública y de nuestra sumisión dolorosamente prostituta ante cualquier tipo de poder.

Por estas, y otras cosas, el periodismo seguirá siendo el mejor oficio del mundo. Porque permite, al menos, poder decirlo. Ojalá permita discutirlo.

Felicidades.

About the author: Eduardo Ledesma

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