Que no falte el fuego

Hay mucho que agradecerle a 2017. Asuntos del alma y del cuerpo: del corazón que sigue latiendo desde uno hasta el confín de los afectos.

Agradecerle por la familia chica que enraiza. Y por la más grande que despliega ramas y hojas. Y vuela. Por los hijos que crecen. Por sus sonrisas.

Hay que agradecerle también que vaya andando el trabajo -aún a los tumbos-, y que haya momentos para compartir, pese a todo, con los amigos que están y los que llegan. Por el recuerdo de los que fueron.

Pero hay algo especial. Este año tuvo para mí varios escalones: emprendí algunos de mis proyectos, volví y di vueltas por la academia, me recosté por la escritura, y con el periodismo a cuestas salí a la caza de historias y me traje de regalo el encuentro con personas. Nuevas gentes, mundos nuevos.

En ese peregrinar anduve yendo y viniendo. Volviendo: a lugares, a personas, a palabras.

Y en este tiempo de balances, quiero compartir lo que fue para mí una de las grandes aventuras del año: bucear los sitios de mi niñez, redescubrirlos, pero en el trance de un sortilegio literario.

Después de conocer poco y nada -por esas mezquindades que a veces tiene la vida con los propios en un pueblo-, al promediar el año decidí entrarle de lleno a la obra completa de un compoblano ilustre: Gerardo Pisarello.

Poco puedo agregar a lo que se sabe de este grande entre los grandes. Sólo quiero recomendar su lectura. Y sugerir, si es que se puede, que sus textos se compartan. Que se enseñen. Que se estudien.

Escritos hace añares, tienen una vigencia asombrosa.

De todos sus relatos -que deben ser la envidia de cualquier narrador por la potencia de sus descripciones y su caladura filosófica-, me quedo con parte de uno. Son apenas unos párrafos. Desde que los leí, acompañan a mi mente como una sombra. Y la queman como el fuego.

 

Está en “Che retá” (Mi tierra), uno de los libros. Se titula “Mujeres de pueblo”:

“El drama de estas mujeres del pueblo los escribe la vida de distintas maneras, para darles luego el mismo desenlace de una vejez sin amparo.

Recuerdo de una de ellas que invariablemente visitaba nuestra casa dos o tres veces a la semana. Debía recorrer varias cuadras al paso cansado que le imponían las articulaciones endurecidas. Entraba sin llamar, y en el primer asiento que divisara en el patio se sentaba a reparar su fatiga visible. Recién entonces saludaba y en atencioso cumplido, iba averiguando la salud de mis padres y la de los demás miembros de la familia. Después quedaba en silencio. Su mirada nublada se perdía en un intento de ubicar las personas y las cosas; una confusión interior parecía señalarle fijamente un punto que tanto se le corría hacia adelante como en el suelo.

Nada podía; permanecía ahí sentada a la espera de una ayuda voluntaria. Pero la fuerza del silencio y de la necesidad eran en ella un lenguaje humano. Cuando alguna vez pedía algo, no era más que “unas astillas para hacer fuego”. Se hubiera dicho que era tanta su dignidad de pobre que sólo iba a cuidar la permanencia de un mito: el fuego, como sentimiento solidario de la especie humana”.

Feliz año nuevo. Felicidades.

 

0 Shares

About the author: Eduardo Ledesma

Leave a Reply

Your email address will not be published.