Chamamé en menor

“Soy todo el misterio 
que se enciende
chamamé ponzoña y duende…
soy payé, cuchillo y flor”.

Chamamé en menor (R. Flores y J. Báez)

@EOLedesma

Cerrados los fuelles y enfundadas las guitarras, se apagan también las pantallas y sólo quedan las pálidas luces del perímetro del Cocomarola como testigos del lento peregrinar de la feligresía chamamecera que -en masa- se va extasiada, prometiendo volver siempre. Mientras, explota el último fuego que llena de humo la madrugada correntina en el barrio Las Tejas o Canindeyú. Atrás va quedando otra edición de la Fiesta Nacional del Chamamé y aún con la agriedad de la resaca -por tanta alegría, tristeza y nostalgia compartida, generalmente a los tragos-, amanece el momento del balance.
La edición 27 de la “fiesta grande” ha redondeado con éxito su ambiciosa propuesta. Lo demuestran sus números que pueden traducirse en tickets cortados; en comida, bebida y productos asociados vendidos; en “trending topics” alcanzados por menciones vernáculas y otras que llegaron desde lugares impensados del globo; en lectores-oyentes-televidentes abrazados en la inmensidad de la nación chamamecera y en los retornos que permite hoy -vía mensajes de todo tipo- la tecnología disponible, que ayuda a darle alas a estos aires litoraleños.
Los organizadores (con Gabriel Romero y Eduardo Sívori a la cabeza) han demostrado, una vez más, que tienen desarrollado su criterio de show, y en ese contexto han enhebrado una grilla robusta, por momentos exquisita, que no obstante tuvo su contrapeso de “berretismo” por compromisos que al parecer crecen exponencialmente y son imposibles de eludir para aquellos que con responsabilidad intentan mantener altos los niveles artísticos-técnicos de la escena festiva.
Está claro que no siempre se logra. Lo del sábado último, salvo las excepciones que podrían contarse con los dedos de una mano, es prueba cabal de ello. Al desbalance de la grilla se sumó el extravío de los sonidistas, cosa que ya se había superado. Podría sumarse aquí el deslucido espectáculo de Los Nocheros y el derrape al que comentarios de otras épocas han empujado al Chaqueño Palavecino.

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La convocatoria de las formaciones musicales locales ha quedado demostrada parcialmente. Es indiscutible el acompañamiento que reciben Los de Imaguaré, “Bocha” Sheridan, Bofill, Amandayé, Barboza, Flores, Acuña, Las Vera, Los Alonsitos; pero es imposible medir al resto de los buenos-nuestros cuando son obligados por las circunstancias del espectáculo a competir en desigualdad con la propuesta de la fiesta, que contrató a muchos de los mejores folkloristas-roqueros-melodistas-cumbieros del firmamento artístico nacional. Alcanza con nombrar a Soledad, a Roger, Lizarazu y Villamil, a Baglieto-Vitale, a Salinas, Angela Leiva, a Palavecino o Los Nocheros, para advertir lo dispar de la carrera.
Ahora bien: lejos de la cuota de recelo con la que pudo haberse envenenado esta visión, también sería válido centrar la mirada en determinar si la buena intención de la organización, de que el ejemplo cunda para elevar los niveles de calidad de los propios artistas correntinos, llega a estos como mensaje o desafío. Da la impresión, muchas veces, que la intención no alcanza o no es bien transmitida o mucho menos: ni siquiera es recibida.
Es cierto que hay de todo en todos lados. Que hay artistas de grandes presupuestos que no honran siquiera su propio contrato, y los que lo hacen sobradamente. Pero también hay muchos quejosos musiqueros de entrecasa que no conocen lo que es un ensayo: suben al escenario y allí exponen su indolencia artística y mediocridad musical, atragantándose, en el mismo acto, con solemnes pedidos de respeto para los que vienen de afuera. En muchos casos, sólo ese es el pecado de los foráneos: haber nacido fuera de los márgenes de los ríos que llevan y traen nuestras propias limitaciones.
Pierde sustancia el reclamo cuando uno no es capaz de sostenerlo con el ejemplo, y cuando se asume una postura intransigente de purismo a estas alturas imposible. Cuando el chamamé estuvo cerrado en su propia cosmovisión, el Cocomarola asistía casi vacío al paso de los artistas. Abrir el espectáculo fue una decisión acertada que permite vivir hoy la realidad de una fiesta que enorgullece. Pero el durazno tiene pelusas. Así hubo que transitar muchas veces la prueba y el error. Muchos, por suerte, fueron subsanados. Aunque hay errores-decisiones políticas que todavía están, generando ronchas, cuando no gangrena.
Ni hablar de la no correspondida generosidad correntina con el resto de los grandes festivales del país, que muy por el contrario de lo que pasa en el enero correntino, cierran sus puertas y oscurecen sus escenarios a los chamameceros. ¿Será -como dijo alguien por ahí-, problema del género (que paradójicamente entró como terna a los premios Gardel por su potencia ancestral y su viabilidad comercial)? ¿O es que hay mucha más improvisación de la que se ve? ¿Cuánto le deben los grupos más desabridos, montados para la ocasión, al Sosa Cordero lleno de luces e imágenes con pretensión cinematográfica? ¿Por qué siempre van los mismos dos o tres a Cosquín, Jesús María, Baradero y las demás paradas festivaleras del país? ¿Qué tendrían para decir los propios músicos excluidos?

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Sumado a esto, hay que decir también que hay modelos de difusión que están agotados. A por lo menos diez años de la inauguración de la fiesta modelo Lischinsky, los grandes medios nacionales e internaciones a los que la provincia paga sus honorarios y viáticos siguen mandando gente que ve, escucha, huele y siente la fiesta, pero luego describe al pueblo chamamecero casi como indios civilizados, con heladeritas, cerveza en lata, vino en jarra y fernet en vasos llenos de hielo, profanando el brevaje de las tribus mediterráneas.
Corrientes y su fiesta siguen siendo ese lugar para descubrir, ese “secreto de la Argentina”, idea que alguien vendió y otro alguien compró en el Chaco.
Este tipo de editorializaciones, al menos se contradicen con la grandilocuencia que implica ir de reclamos a la Unesco, compadrear con aquello de ser el único festival mono-género del planeta o ser la fiesta más vital del país como se cansan de decir las autoridades, propias y nacionales, que tras pasear por el Cocomarola, prometen acompañamiento y como nunca en los últimos años, cerraron la pantalla de la TV Pública a la transmisión en directo del espectáculo. Hasta Colombi salió a quejarse de esto, lo que es como mucho.
Hay en la fiesta gente que está estorbando y ausencias que no se entienden. Sobra Estado poniendo plata, pero escasea mano de obra para ayudar al sostenimiento grande de la celebración que años atrás supo ser todavía más abarcativa. Sobran las internas (políticas inclusive) y faltan solidaridades aunadas. El sentido común fue cooptado por el silencio del expediente.
Hay mucho cuchicheo en rededor de la fiesta, pero poca palabra firme y pública: debate abierto. Hubo y hay asimismo, por añadidura, silencio complaciente de medios y periodistas en el que muchas veces habremos caído nosotros mismos, en pos de un objetivo discutiblemente superior.

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Por encima de estos desvaríos, hay algo que perdura: la visión que tuvieron en su momento los transformadores de la fiesta. Corrientes cosecha hoy los frutos de aquel acierto. El chamamé es mundial, al menos desde el relato, y Corrientes se aferra a sus derechos de cuna para erigirse como capital de la nación chamamecera. Una nación inmensa, de millones de personas y varios países, en los que ya no se busca, con la rigurosidad de aquellos primeros años, a los mejores exponentes del género.
Hay excepciones, claro, y las hubo este año, pero terminan siendo una anécdota. Los muchos-buenos números que llegan de Brasil y Paraguay principalmente, y en algunos casos de Uruguay, al efecto de mantener vivo el crédito regional de la celebración, constituyen el recuerdo de viejas y gloriosas presentaciones de hace poco tiempo atrás. En ese contexto, poco pueden hacer los artistas, que dejan lo que tienen en el escenario.
De lo que se trata aquí es de que ha cambiado el enfoque: abundó en la edición que acaba de terminar una oferta que estuvo pensada para Argentina, y de ella para Buenos Aires. Aunque hay hacedores de la fiesta que miran de hecho la América toda, no ya a la región, y hasta quienes se animan a pensar en una colonización cultural subvertida hacia la vieja Europa.
Ojalá ese deseo imperial actual de los gestores que trabajan con el legado de Isaco, Ernesto, Tránsito y Tarragó, no caiga víctima de su propio peso. Pero ojalá también que puedan seguir existiendo esas personas que vuelan alto y lejos, pues aún en la caída quedará algo de la voluntad primera.
Por lo que se vio, los bríos de este año estuvieron puestos en el escenario, en reforzar la grilla de artistas para lograr lo que al final pasó: que el anfiteatro estuviera colmado casi de punta a punta, con variaciones de pocos miles de asistentes que hicieron la diferencia entre lo prudente y lo irresponsable. Pero cayeron en tamaño los foros. En cantidad las musiqueadas solidarias. Probaron con los municipios nuevas bailantas -con balance a determinar-, al tiempo que retacearon recursos para el barco chamamecero de Joselo Schuap.
Al menos la mitad de las 9 jornadas efectivas de musiqueada (una se suspendió por el clima y posteriores problemas técnicos) el Cocomarola soportó gente por encima de su capacidad. No pasó nada de milagro, tal vez por la mansedumbre y educación del público chamamecero, que año a año crece en volumen, acicateado por el perfil de acontecimiento social en el que ha devenido el espectáculo.
La Fiesta Nacional del Chamamé ya no es sólo un encuentro cultural circunscripto a los hacedores de un género musical de raíz. Es un acontecimiento social. Hay que ir, estar, mirar y ser mirado y, de paso, sacarse una foto con sonrisas de oreja a oreja pese al calor, la falta de baños, las colas interminables para todo y los manoseos propios de la densidad de espectadores y la falta de sensatez oficial.
– “El Cocomarola quedó chico”, -dicen unos, pero no se deja de regalar y vender entradas.
Quedó chico hace rato, pero -“no hay presupuesto para ampliarlo”, -agregan otros, pero no quieren tomar la decisión de achicar a cifras manejables (en términos de infraestructura y seguridad) la cantidad de espectadores.
Aseguran asimismo algunos alcahuetes de turno que las prioridades del gobierno son otras, y demagógicamente mencionan escuelas y hospitales.
Estas son en épocas de campaña y se escuchan sandeces de este tipo por minuto. Aunque no se trata sólo eso. Es contradictorio el mensaje porque justamente fue este gobierno el que ha convertido a la fiesta en evento. Ha invertido lo que tenía y lo que no para contribuir con esta realidad. Hasta proyectó con un concurso nacional la ampliación y remodelación del anfiteatro, y eso sin mencionar el presupuesto artístico anual, que se cuenta por varios millones de pesos, más allá de circunstanciales retaceos.
Sucede ahora que el gobierno se va, y aun logrando en las urnas la continuidad del proyecto (cualquiera al gobierno, Ricardo al poder), la fiesta y lo que suceda allí dentro será responsabilidad de otro. El contexto y la grilla de este año no se repetirá el próximo: y no se habla aquí sólo de ideas y nombres (porque sin dudas habrá rotación) sino de volumen económico, por lo que mencionar prioridades es al menos inexacto o sólo el principio de la discusión.
Más allá de ello, lo cierto es que progresivamente se ha invertido en luces, sonido, pantallas, en artistas, en medios locales, nacionales y extranjeros, en televisión e internet, pero no se puso un solo banco en la plaza festivalera. Se armaron en algún momento y luego se sacaron un puñado de tribunas. No se construyó un nuevo sistema de sanitarios ni se modificaron ni optimizaron los espacios con los que cuenta actualmente el Cocomarola.
Puede tener esto muchas lecturas, y una de ellas queda habilitada después de tanto tiempo de desidia: el desinterés en la gente. En el público que llena noche a noche este anfiteatro colaborando en el éxito del festejo. Tal vez hay quien piense que el público cautivo y en aumento del chamamé está y estará siempre dispuesto a todo.
Ojalá no sea tarde cuando los que deben hacerlo se den cuenta. Ojalá reaccionen antes de que la gente deje de volverse a su casa porque no puede exponerse al peligro de un desmayo. Ese hecho clínico menor podría terminar en tragedia si las cosas siguen como están, pues no habría cómo sacar a un sofocado de un predio con 15 mil almas obstruyendo el paso de los paramédicos, sin otro remedio, por los niveles de concurrencia como las del domingo, por ejemplo.
Y ojalá también que se debata. Que se critique lo que haya para criticar, pero que la fiesta no solo crezca sin sentido, sino que evolucione hacia un concepto más o menos consensuado. Que se desarrolle. Que sea capaz de generar su valor independientemente de los aportes del Estado, porque si no, cuando tales dineros no existan, este producto cultural que reditúa en muchos aspectos, entre ellos el turístico, volverá a su pasado austero y de doliente intimidad.

https://www.ellitoral.com.ar/449482/Chamame–en-menor

El chamamé suena mejor sin playback

A un cierre grandioso, no sólo por la soberbia actuación de Soledad, sino además por el recitado cooperativo de los grandes nombres del género, abrochó la exitosa convocatoria de plata de la Fiesta Nacional del Chamamé, que emprendió, ambiciosa, el camino del oro.
Mucho más no puede agregarse a lo que diariamente se dijo del festejo, de su éxito de convocatoria con más de 100 mil personas en las 10 lunas de puesta, registro que coloca al evento por encima de los nombres, de la pelea por los espacios de taquilla y de atención mediática.
Se trata de un objetivo cumplido y con creces, sobre la base de la comunión dada por la organización (con el consiguiente respaldo político y financiero), los artistas y la gente que aplaude. He allí el sustento que hace grande al festejo, que nació apenas como una peña y que fue creciendo cuando algunos visionarios entendieron que a la raíz había que ponerle también algunas hojas.
El balance es positivo, claro, a la luz de los resultados, aunque poco se sepa de lo mucho que invierte el Estado en sostener esta fiesta, cosa que hace sobre todo a la transparencia, pues nadie en su sano juicio podría criticar este aporte a la cultura que es tal vez el que más ha redituado en el último tiempo. Se pueden ver y palpar los beneficios de esta decisión.
Es ejemplificador el crecimiento de la Fiesta Nacional del Chamamé, aun cuando se trata de una convocatoria específica, monotemática.
Es eso lo que llama: una forma de ser hecha música, canto y danza. Ni más ni menos.

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La exquisitez de los cultores virtuosos hace que año a año se exploren nuevas posibilidades estéticas. La presencia de los jóvenes, arriba y abajo del escenario, asegura a su vez el futuro de este encuentro casi religioso.
No obstante, queda tal vez en el espacio de las deudas, algo que podría resumirse en la necesidad de cultivar el respeto.
Respeto sobre todo a la gente, al público, muchos de los cuales aun pagando sus entradas, hubo días en los que tuvieron que conformarse con una pantalla gigante en las afueras del anfiteatro o, en todo caso, retomar cabizbajos rumbo a sus casas.
Respeto a los que sí pudieron entrar y se tuvieron que volver por cuestiones de espacio y de programación, que por los menos en dos ocasiones estiraron la presencia de un número central manteniendo a la gente apiñada irresponsablemente dentro del Cocomarola.
No pasó nada porque la fiesta parece tener su propio ángel, y porque el pueblo chamamecero sabe mesurarse en este tipo de contratiempos.
Por lo menos en tres ocasiones a lo largo de los 10 días de movimiento activo, la organización decidió meter más gente que la permitida dentro de las viejas instalaciones del anfiteatro sin, por ejemplo, la suficiente cantidad de sanitarios.
Sólo este dato sustenta la demanda de respeto por el espectáculo, por las correspondientes previsiones. Por los anuncios de readecuación de este escenario que desde hace varios años viene quedando chico. Respeto por la palabra empeñada ya hace tiempo cuando se concursó incluso para remozar al Cocomarola.
Respeto por los artistas, muchos músicos correntinos que hacen chamamé desde antes de las luces y el buen sonido; pero también consideración por aquellos que con respeto vienen a tocar lo que no es de ellos pero luego lo hacen propio.
Es profundamente emocionante ver cómo artistas de las más distintas latitudes, pero sobre todo los hermanos de Brasil y Paraguay llegan a la fiesta con sus alforjas llenas de trabajo a conciencia y admiración a este ñande reko (nuestro modo de ser). Preparan sus instrumentos, su ropa e incluso el repertorio, muchas veces inédito, para la ocasión de tocar en la “Capital mundial del chamamé”.
Francia tributó a Corrientes y a su sonido. Alemania, Israel y Japón también lo hicieron. Cuba supo mandar sus representantes. Ahora vino Venezuela mientras se anuncia Bolivia. Evidencia ecuménica de una música que hace rato dejó de ser sólo litoraleña para compartir, con sus influencias, una identidad americana con fuerza suficiente como para proyectarse a la orbe.
Desafortunadamente también hay muchos que, lejos de estas consideraciones, aprovechan los timbres del poder para hacer algunas changas. Se juntan para ir tras un expediente o de los cheques que se reparten en los fondos del escenario, guitarra en mano o acordeones al pecho; dicen barbaridades arriba del escenario o, lo que es peor, agitan tanto humo que se intoxican de sobreactuación al punto del descaro que implica, para ese público que los ovaciona, entretenerlos con pistas grabadas. Playback que le dicen.

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Es razonable, a veces, la queja de los propios por la avanzada de los ajenos, sustentada en la realidad inobjetable que implica ver festivales multigénero a lo largo y ancho del país, con apenas uno que otro grupo chamamecero. Pero el rezongo tendría todavía más valor si entre todos, el público chamamecero que se exacerba en el enero correntino y alza la voz en clave de crítica, y los propios trabajadores de esta música, rápidos para la queja, pueden responder qué hacen el resto del año, desde hace muchos años, para estar en esas marquesinas. Qué tipo de apoyo necesitan, en todo caso.
Sería al menos injusto creer o pensar que esta actualidad de la fiesta es posible proyectar siguiendo lineamientos más pensados para Mburucuyá que para Corrientes. Al César lo que es del César y Dios lo que es de Dios. Esta Fiesta Nacional del Chamamé creció así, generosa con sus invitaciones, a músicos pero también a artistas de los más variados que tras conocer esta puesta en escena, tan auténtica como propia, se han convertido en embajadores.
Párrafo aparte merecen los chicos de los distintos grupos de baile que pasaron por el Sosa Cordero. Mención especial para el Ballet Folklórico Nacional, pero, sobre todo, para el Ballet Oficial de la Fiesta que logró lo que pocos en su rubro: un ruego de bis tras un vitoreo apoteótico de pie. Merecido reconocimiento genuino para artistas que sólo días antes de comenzar con este servicio, reclamaban por un mínimo aporte, pues siempre bailaron profesionalmente, pero por amor al arte.
Podría decirse, para cerrar, que esta es una de las visiones posibles de la fiesta de plata que terminó hace una semana. Encuentro que también puede mencionar como acierto el reconocimiento a los pioneros, aquellos que pensaron este camino que parece estar su mejor momento, acomodado para la expansión.
La gestión de Cultura Nación para mostrarlo al país y al mundo por la TV Pública hizo el resto: un aporte necesario, negado hace años por cuestiones de mezquindad política.
Hoy Corrientes y su gente pueden exhibir su fiesta y sentirse orgullosos sabiendo, entre otras cosas, que los días de menor concurrencia, con 7 u 8 mil personas, constituyen el equivalente a un Cosquín repleto que, dicho sea de paso, hace tiempo que no se ve.
La base está. Es grande y sólida. Hay cosas por mejorar y otras tantas por sostener. Que el chamamé sea una política de Estado es una de ellas. Y de aquí hasta el infinito debe estar por encima del gusto personal del actual Gobernador. Es algo que, para empezar sólo por casa, tal vez podrían pensar los históricos personeros del carnaval.

Un chamamé en Aruba

La música, tranquila, en guitarra, sonaba de fondo.

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Raro ambiente nocturno el de Aruba en una casa baja, de las afueras. Lejos (si es que vale el término en un país de apenas un puñado de kilómetros) de la costa y por tanto, del lujo de las residencias particulares y cadenas hoteleras más importantes del mundo.
Era una casa de barrio como cualquiera, pero esta era una casa del caribe holandés, lleno de funcionarios que esperaban al menos dos o tres horas antes a un grupo de periodistas de los medios más importantes de la Argentina.
Un desencuentro, pero también el letargo que produce la belleza misma del lugar, retrasó al contingente de una actividad montada al afecto: degustar comida y bebida típica en una casa de familia, todos vestidos de blanco, a la luz de las velas y de la luna caribe, en compañía, nada menos, de una referencia musical y cultural de la isla.
Nadie lo sabía. Ese hombre de color, que parecía sacado de las formaciones originales del Buena Vista Social Club, empezó a descomprimir el aire y los estómagos. La comida, pero sobre todo la bebida, empezó a fluir como las charlas que en plan de intercambio sostuvieron los invitados. La música empezó a llegar, también, envuelta en su magia cautivante.
Así se escuchó un tango, homenaje en clave insular para los ilustres visitantes. Temas inmortales de la entrañable Mercedes Sosa en castellano, pero también en papiamento, holandés e inglés; en cualquiera de las cuatro lenguas vivas que se hablan con asiduidad cotidiana en esa la isla que no es más que la mitad de Apipé Grande, aquel escollo de tierra correntina rodeado de aguas paraguayas que se hizo famoso por su vecindad con la represa de Yacyretá.

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Por un momento, la atención se volcó hacia el cantautor. La cadencia de su arte se hizo intensa, como la comida, rica en sabor y aromas, pero también como la experiencia que se esconde detrás de la tranquilidad de las aguas color turquesa y las arenas color hueso que distingue a este pedazo de tierra con los atributos del bíblico Edén.
Fue entonces cuando se produjo el milagro: un chamamé, canalizado en un mejunje de voces, empezó a sonar sin pedir permiso en la mismísima isla en la que descansan, de tanto en tanto, los reyes holandeses.
Las alas de la cultura que atraviesa a los pueblos, llevó la semilla que hizo germinar en aquel saliente de un mar mitológico, al “Carito” de Tarragó Ros y León Gieco.
Fue suficiente. El hechizo cumplió su objetivo. Pero, ¿quién era aquel que remedaba el chamamé de Cocomarola en una isla que contiene a la “Eagle Beach”, una de las diez mejores playas del planeta?
¿Cómo se llama ese viejo caribeño, con facha de Cuba, que se bebió sin prisa el sol de Aruba, que en este paraíso no se hace rogar casi nunca? ¿Quién es aquel que entendió, casi sin conocerla, a la lluvia que acompañó a Gardel, Atahualpa, o a la Negra Sosa en sus caminos de la América profunda?
¿Quién es este que protesta como Teresa Parodi en uno de los destinos turísticos preferidos por muchos enamorados y donde, por tanto, casi casi que reina la dicha en todas sus formas?
Amayra, otra negra caribe, que se fue convirtiendo con los años en una avezada guía de turistas, intentó miles de respuestas…

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Mientras el encanto musical seguía en curso, periodistas de toda la Argentina -entre ellos uno de El Litoral-, hacían lo que mejor saben: comer, beber, preguntar y dejarse sorprender. ¿Qué es eso del cinturón de huracanes? ¿Cuándo vendrá uno a llevarnos hasta el fondo de los arrecifes?, preguntó un cordobés parlanchín.
La respuesta, en prudente tono holandés de una de las dueñas de la fiesta, integrante también de la Autoridad de Turismo, no se hizo esperar:
-Estamos debajo del cinturón, por eso nunca hay huracanes por aquí. Aruba tiene días de 27 grados centígrados durante todo el año, vientos refrescantes característicos y baja humedad. Por eso es el destino turístico perfecto para todos los gustos.
¿Llueve?
-Casi nunca.
¿Cuándo es preferible venir?
-Cuando quieran. El clima es igual casi todo el año.
¿Y la comida?
– Unas 90 nacionalidades influyen en la cocina de Aruba, con platos locales como el gouda glaseado del keshi yena, que es como un guisado de carne (de res, pollo, cerdo o cabrito) con cebollas y morrones que, acomodado en cama en una fuente, termina su cocción con una manta de queso. Pero también lo mejor de América del Sur, Europa y el Caribe se juntan en los menús favoritos de la isla, que los hay, claro, para todos los gustos. No falta el asado, por supuesto, y tampoco una parrilla argentina.
Para estar “cerca de casa”, cualquiera puede preguntar por El Gaucho. Desde 1977, este restaurante da de comer a turistas de todas las latitudes, pero sobre todo, atiende a los argentinos que cada vez más viajan a Aruba.
Podría decirse que eso, el asado y la comida en general, pero también la bebida (por ejemplo el coctel “Aruba Ariba”, preparado con ron, vodka, tequila, triple seco (un licor incoloro hecho de la destilación de la cascara de naranja), jugo de limón y naranja, crema de plátano, granadina, cereza y hielo picado), constituyen una de las tantas certezas de la isla: hay en abundancia y muy sabrosas.
Sólo basta con pasar por Old Fisherman, por caso, para probar lo que pueden hacer con los frutos del mar o con las sopas de productos de la zona. O, para los más exigentes, hacer una reserva en La Trattoría del Faro Blanco, en la punta norte de la isla, donde, según advierte su muy amable anfitrión, no se repiten puestas de sol desde los siglos de los siglos.
Estando por allí, es verdad, uno cree encontrar el verdadero gusto de la vida: puede sentirla más plena, aunque cueste un poco más, o bastante más que otros tantos sitios que natura aún provee, pese a las sinrazones del hombre.
Si además, la puesta del sol logra cautivar a uno con el poder que implica creer que es única, estaría resuelto el valor sentimental de uno con el lugar. Estando allí, viviendo esa experiencia, no habrá quien no sienta ganas de jurar y perjurar que volverá.

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Es que Aruba es más que una línea de costa con las mejores playas que pueda disfrutar la humanidad.
El turquesa de las aguas; el blanco de la arena que además no quema los pies; y la sombra de los divi divi, esos arbolitos que se orientan con los vientos, y que al natural parecen de cuento; constituyen sólo el portón de entrada a un lugar de ensueño en el que viven unas 110 mil personas de unas 90 nacionalidades, entre ellas unos cuantos argentinos que decidieron poner allí una dirección postal.
Aruba es una isla independiente, pero con una marcada influencia holandesa, reino del que ya no depende en términos políticos ni administrativos, desde 1986, pero si en asuntos exteriores y defensa. Es la casa de verano de la reina Máxima, connacional, esposa del rey Guillermo de Holanda. Es un poblado lleno de turistas donde se mira fútbol en color naranja o, eventualmente, en celeste y blanco. Máxima y Messi siempre son referencia, sobre todo en la charla con argentinos.
Aruba es más que sus hoteles, como los de la cadena Divi; el Phenix Pure Ocean, que ofrece almuerzos y cenas a orillas del mar, a la luz de velas y antorchas; o los aristocráticos Renaissance, donde se alojan los monarcas y sus cortes; o quizás más que el The Ritz Carlton, que categoriza su lujo en diamantes.
Más que sus bares en la playa, como el altamente recomendable West Deck, lindero del parque Reina Wilhelmina; sus rumbas atiborradas de estadounidenses, pero también de vecinos de la costa continental venezolana o colombiana, desde donde un experto podría llegar a nado.
Es más que sus paseos en lanchones, la adrenalina del chapuzón a mar abierto, o sus expediciones a barcos hundidos que ofrece De Palm Tours. Más que su paseo en tranvía por el centro, sus shoppings, sus ferias en la plaza Nikki Habibe; más que sus rocas de Casibari y Ayo, que además permiten un avistamiento casi total de la isla.
Aruba es mucho más que un parque nacional de fauna y flora. Es también el acantilado, el recuerdo de sus minas del 1800, y las piedritas que los enamorados amontonan en la costa Este con la promesa del amor eterno y la vuelta, pronto, a estos confines de ensueño.
Más que la capilla de la colina de Alto Vista, donde los inquilinos de Hollywood preparan sus casamientos, que a veces pueden durar menos que una película. Es más, aún, que la vista perdida en el horizonte en el Faro California.
Es más que un destino aristocrático. Está entre los mejores lugares para vacacionar con amigos, sobre todo adolescentes, y, claro, en pareja, pero igualmente en familia, con locaciones para todos los gustos. La distinción es una característica.
El dólar es moneda de uso corriente, tal vez más que el florín, con el que no cotiza en paridad, pero circula en igualdad de condiciones.
Aruba es una pequeña ex colonia holandesa que deslumbra por sus bellísimas playas, resorts de lujo y noches de cuentos caribe, como los de García Márquez. Puede ser escenario de las historias más fantasiosas pero también, un lugar capaz de convertir los sueños en la realidad de un día cálido como todos los de este suelo de unos pocos kilómetros y que alguno, alguna vez, tildó de “inútil”.
Es más que “One happy island” (una isla feliz), como se lee por todas partes, hasta en las patentes de los autos; en las chapas reales y en las que se venden como souvenirs en el mercado de artesanías de Oranjestad, su capital. Es eso y más, pero todo junto y al mismo tiempo.
Es la historia del argentino que se casó con una inglesa y que ahora viven en Aruba sin hablar de Malvinas. Toman mates pero, sobre todo, dan de comer a estadounidenses. Quien quiere saber más de ellos, no tiene más que pasarse por Dushi Bagels en playa Linda.

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Tal vez, entonces, sea todo eso. No era la magia de la música la que depositó a estos escribas del sur de América en una madrugada más latina que europea, y los amontonó con personas más acostumbradas al orden y al trabajo desde el mismísimo alba, que al griterío de trasnoche.
Tal vez no era lo uno ni lo otro, como definió la propia Amayra.
-Nosotros no somos ni americanos ni europeos. Somos caribeños.
Así pues, esa madrugada caribe era un conjunto de circunstancias que convirtió una jornada cualquiera, de compromisos oficiales, en una de interacción con personas tan distintas pero tan iguales, en el fondo.
Se trata de eso. De la experiencia. ¡Qué suerte! A este grupo de periodistas de la Argentina toda, le tocó un viaje sin retorno, puesto que de allí, desde esa realidad, será difícil regresar.

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– Ah!!! Se llama Etty Toppenberg, añadió Amayra, cortando la ensoñación, pero volviendo a la pregunta inicial acerca de aquel músico anfitrión. Etty Toppenberg.
Con este hombre, un batallador de la cultura de su minúsculo país, alguien se animó a un blus, algún que otro a un repertorio americano y claro, los litoraleños, a un chamamecito con gusto a río.
– ¡Arriba Aruba! ¡Y salud!, corearon los dueños de casa. Ese brindis se repitió más de la cuenta. Alargó la velada con la ilusión conjunta de los invitados de que así, tal vez, no terminaría nunca.
Si algo puede coronar el viaje a un paraíso en la tierra, eso puede ser estar en el momento adecuado, con las personas adecuadas. Si el viajero lo consigue, es seguro que intentará volver, una y otra vez, para tratar de comprobar que todo aquello en verdad sucedió.