El palmar donde se estancó el diluvio

“Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones”

Cien años de soledad
Gabriel García Márquez

Producción fotográfica: Nicolás Alonso

Yo quería casarme en Itatí. Pensaba ir con ella en un auto nuevo. ¡Y mirá!: me case desnudo en un hospital. Las vueltas de la vida…
–Ya vendrán tiempos mejores.
–Y sí. Dios da todo. Pero lleva todo otra vez. ¡Malo está!

Quien lo dice es Angel “Tate” Aguirre, clase 32, natural de Herlitzka, Quinta Sección de San Luis del Palmar. A sus 85 años, acaba de contraer matrimonio en únicas nupcias con Paulina Ramírez, 5 años mayor que él. Ambos son padres de dos hijas: Rita Ester y Marcelina -que les dieron 8 nietos y 27 bisnietos-, fruto de un amor de 65 años que transcurrió con algunos sobresaltos en el límite de Campo Grande y el paraje Borja Cué, donde aún no llega la luz eléctrica.
Borja Cué casi nunca fue noticia, ni tendría por qué serlo. Allí no llega ni el aire fresco. Visto de arriba no sería hoy más que un bosque y algunas casas tapadas por el agua. Pero es ese el lugar al que se aferró esta pareja de ancianos. Tanto, que en toda una vida no pudieron ir a Itatí en el auto nuevo que nunca compraron, ni casarse allí como Dios manda, con la Virgen de testigo.
Cuenta ella que la noche de la inundación sintió el agua. La vio de lejos venir con fuerza. Cuando pudo llamar para pedir asistencia (con su celular de la era pre-digital), el agua ya había entrado a la casa y no pediría permiso para subir hasta la ventana de su rancho.
El no quiso dejar todo. Abrazado a los horcones que son la prueba tangible del sacrificio de su vida, se quedó a esperar que escampe para hacer el recuento de los daños. Su bota pinchada lo indujo a que recorriera descalzo su patio convertido en valetón sin taipas, hasta que un clavo oxidado dio en la zona plantar del pie izquierdo, debajo del dedo gordo, zona que los reflexólogos ligan con el corazón.
Herido en su orgullo e inclinado de dolor, “Tate” Aguirre fue socorrido e internado en el hospital de San Luis pueblo. Todavía tratan de controlar la infección y el dolor que no le quita el buen ánimo. Después de todo está recién casado, así que bromea con invitar a una farra, ni bien escampe y el agua se retire.
–Ahora no se puede. Agua y cielo nomás se ve -dice, y sus ojos se esconden detrás de un nubarrón.
–Yo tenía todo: vacas, caballos, naranjas dulces, dulces… Comíamos palomas, patos, chajá, caraú.
–¿Se come el carau?
–Uh. ¡No sabes lo rico que es!
Paulina oye un tanto menos, pero habla mucho. Cuenta sus alegrías con alegría y sus penas con silencio. Ataja el llanto cuando hace el balance de sus pérdidas: una cama con sus ropas, ropas con su ropero y un saco con su harina.
Lamenta tanto que el agua haya hecho engrudo con ese insumo que ella convierte en pan, que de su inventario parece lo más preciado.
–Se van a recuperar -digo, tratando de convencerlos.
–Si, pero a nuestra edad… ¿Cuántos años pasarán?
En eso interrumpe “Tate”:
–Me hizo llorar este -dice, y con el dedo índice señala la extremidad que acaba de ser examinada por el médico y nuevamente vendada por la enfermera. Cierra fuerte los ojos. Suspira. Todavía creo que no señaló el dedo gordo de su pie izquierdo, sino su corazón agujereado por el clavo con ponzoña.

***

San Luis del Palmar es un pueblito pintoresco de casas bajas bien arregladas, pavimento, mucho ripio y calles de tierra, ubicado a no más de 25 kilómetros de Capital. Se llega rápido enancado a la Ruta Provincial 5, pese a que, por estos días, una bomba de desagote en uno de los barrios de las afueras de la ciudad de Corrientes ralentiza el paso rutero.
Centralmente católico y arraigado en sus tradiciones, es un pueblo peregrino que cumplirá el próximo 16 julio, 117 años de marcha devota con su patrono, desde su Iglesia, hasta la Basílica de Itatí.
Progresó mucho en los últimos años, pero cada tanto cae en las garras de la naturaleza, que a su paso se ensaña y cobra caro la disida oficial y particular, porque hay de todo. Es un pueblo satélite de la Capital que crece, en escala, casi a su ritmo. Fundado el 31 de mayo de 1806, el miércoles se cumplirán 211 años de la puesta en vigencia del documento expedido por el obispo de Buenos Aires, Benito de Lue y Riega, por el que se creó el Curato y por lo tanto, el primer asentamiento de San Luis del Palmar.
Tiene campos productivos y gente laboriosa, hoy en la ruina.
Sólo en San Luis, de las 18 mil personas que la habitan, se cree que unas 10 mil fueron afectadas directa o indirectamente por lo que ya fue calificada como la peor catástrofe de su historia. En el ejido urbano, unas 200 viviendas fueron sepultadas por el agua. En el campo la situación es peor: son menos, pero perdieron más. Lo poco que había. 

***

La situación de San Luis, epicentro humano del desastre, se entiende en su contexto provincial.
Desde cuando las aguas llegaron, hasta hoy (el primer embate ocurrió el 25 de abril y el segundo el 13 de mayo), Corrientes acumula pérdidas por millones. A los miles de evacuados y autoevacuados, hay que agregar que ya se murieron por inanición unas 50 mil cabezas de ganado bovino, otras tantas de ganado ovino y caballar. La provincia tiene un rodeo de 5 millones de cabezas bovinas y de ellas, un millón y medio se encuentra en la región inundada.
El ministro de la Producción, Jorge Vara, es claro en sus conceptos. Y le pone el pecho a las balas en nombre de su gobierno que reacciona más bien lento:
–La producción más afectada sigue siendo la ganadería, en especial la bovina en el Norte, y los pequeños productores tienen afectadas unas 12 mil hectáreas, pero no cultivos importantes. Están comprometidas entre 400 y 500 mil cabezas de ganado por los anegamientos de campos.
En los últimos días actualizó los valores:
–La gravedad de este fenómeno climático se situó en el eje de las localidades de Loreto, Caá Catí y Berón de Astrada. En esa zona llevan caídos 2 mil milímetros en cuatro meses, lo que generó inconvenientes en las 350 mil hectáreas que integran la cuenca del río Riachuelo.
Tal situación, además, desmejoró el estado de los caminos rurales. Hay campos que han perdido hasta el 80% de la superficie. Los pasos consolidados están tambaleantes y los caminos principales, como la Ruta 12, ya vio caer uno de sus puentes. Otros tantos están en riesgo.
La inundación afecta a 2,5 millones de hectáreas de campo en once departamentos. Las pérdidas económicas ya superan los $900 millones, y si bien se declaró el estado de excepción, el Fondo Nacional de Emergencia creado por ley para toda la República Argentina es de $500 millones. Absolutamente insuficiente.

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Las historias se repiten entre los afectados, aunque varía en la gravedad del perjuicio. Y al drama de la creciente, en San Luis, se le suma la desgracia de la evacuación, de las condiciones de sobrevida en comunidad entre gente que, a veces, ni siquiera puede convivir consigo misma. Hubo enojos y peleas varias. La impotencia se siente. La angustia flota en el aire. Casi que es posible verla trenzada con bronca y con la ansiedad que genera un futuro sin certezas.
La Policía ya tuvo que intervenir una que otra vez para evitar que crezca el infierno de este pueblo chico, caído en desventura un poco por los fenómenos del cielo y otro poco por la voracidad del capital y de sus dueños; por la impavidez estatal, muchas veces cómplice de los patrones de todo, y por la indiferencia social. Criminal, simplemente.
Me pregunto luego, alejado de la catarsis, cómo procesarán los más chicos esta catástrofe. Una vez un psicólogo dijo que en realidad los más chicos, los niños, están mejor preparados para elaborar el problema y superarlo. ¿Y los más grandes? ¿Dónde se ubica, por ejemplo, Marisol Romero, 20 años, madre de un niño de 2, de una nena de 1 y de un tercero en camino?
¿Qué será de la vida de Juan José, 9 años, nacido cuesta abajo de la igualdad de oportunidades en un paraje rural de San Luis que ha perdido hasta su denominación?
Juan José se acerca y ya sabe qué decir:

–Necesitamos una heladera, una tele, una cocina, una cama. Todo nomás. Perdimos todo lo que teníamos.
–¿Tus papás dónde están?    
–Se fueron al hospital. Mi mamá está enferma.
–¿Vas a la escuela? ¿A qué grado vas?
–A tercero parece. Pero ahora no voy más.
–Necesitamos una heladera para mi leche -insiste, y yo trato de decirle que va a tener su heladera, que no se preocupe. Me siento mal por mentir, porque en realidad no sé si sucederá, pero tampoco sería bueno -me consuelo- agregarle distancias a sus deseos.
Quiero salir del lugar y entonces me despido de Juan José. Cepillo su pelo chuzo con la mano y el chico se me prende. Su abrazo largo y fuerte terminó por hacer añicos mi entereza. Ladran los perros mientras los chicos del Secundario dan clases ahí nomás, a unos metros, en el Colegio Nacional. Pese a todo, hay rumor de escuela en la escuela intrusada por la humanidad del desastre. Juan José sigue abrazado y yo lloro por dentro. Por fuera la llovizna se hace lluvia en ese instante.

***

Eulalia Vanesa Giménez apenas habla. Balbucea y sonríe, como pidiendo perdón por las molestias ocasionadas. Barre unos metros de galería de la escuela que desde hace un mes es como su patio. En el primer salón del ala izquierda, destinado a los evacuados, Eulalia vive con su marido y su hijo de 8 años. Ropas desacomodadas por cualquier parte, dos motos, una bicicleta de reparto y otra de niño, color amarillo. Una olla y una pava, negras de ollín de leña; y una docena de pomelos desparramados cerca de un destartalado camioncito de juguete. Tres colchones tirados en el piso de una pieza grande donde, paradójicamente, se regala diariamente lo que esta mujer no tuvo: la oportunidad de la educación.
Por eso manda a su chico a la escuela, y se alegra de que aún en estas circunstancias haya podido regresar a clase.
-Quince días falló. Pero ahora ya volvió.
–¿Qué pasó?
–No encontrábamos la mochila con los cuadernos. Después apareció flotando.

Eulalia perdió todo. De su casa se ve la mitad de arriba. Muestra unas fotos: es el agua adentro de unas paredes de ladrillos sin revoque. Allí donde antes había un hogar hoy no quedan más que ruinas.
Eulalia no sabe qué hacer. Su marido no tiene trabajo. Cree sensatamente que nadie como ella caerá en la trampa de comprar ese terreno inundable que ahora está inundado y además dice que desde el Gobierno ya le advirtieron que deben buscar otro sitio para reubicarse.
¿Puede alguien ser tan inescrupuloso? -me pregunto-. ¿Puede alguien aprovecharse sin culpas de la ignorancia de esta gente y sacarle lo que no tiene por el vicio de acumular monedas sin sudor?
En eso se cae una estampita de la bolsa de las fotos que Eulalia muestra al que quiere ver. San Miguel Arcángel, príncipe, jefe de los espíritus y de la milicia celestial. La protección contra los demonios: los del mundo y los de uno mismo.
-Necesito ayuda -dice la mujer, y enumera sus prioridades, que podrían traducirse así: alguien que nos escuche, alguien que nos quiera, y alguien que tenga la decencia de no estafar nuestros sueños.
–Ya va a pasar -digo en la despedida.
–Si, si, señor -responde, y entra al salón que custodia lo material de su vida, resumido a casi nada por la impiedad de la lluvia y el desborde del río.

***

A los 700 evacuados en promedio que siguen en los 13 centros habilitados en todo el territorio de San Luis, hay que adicionar un número incierto, no calculado con precisión, pero por lo menos igual al primero: son los autoevacuados. La mayoría es del barrio San Cayetano, un conjunto de 170 viviendas ubicadas en la esquina que marca la Ruta Provincial 5 en su intersección con el Riachuelo. Estas casas, como las de toda la extensa zona de ribera, hasta la semana pasada bajo el agua, aportaron damnificados silenciosos que tuvieron que irrumpir en la escena pública para ser escuchados y contenidos.

Tienen casas del Invico y la mayoría un sueldo del Estado. El resto se la rebusca: comerciantes, mecánicos, carpinteros, artesanos, changarines varios. Son los que sostienen, hoy, los reclamos de soluciones estructurales. Son los que vuelven a creer, como hicieron en 1998, cuando las promesas llegaron de otros funcionarios igualmente cultores de las mañas que los desacredita: la mentira bajo la máscara de una obra que nunca se hace, como está ocurriendo justo ahora.
Nada cambia, y eso que Corrientes mantiene relativamente constante sus ciclos de inundaciones. La de mediados del ´60, por ejemplo, quedó registrada en una formidable crónica de Rodolfo Walsh publicada en 1966 y que aún genera urticaria: “Carnaval caté”:
–“Había grandes zonas inundadas y las pérdidas eran tremendas: 90% del algodón, 60% de tabaco, 80% de arroz. Pero lo que desesperaba al señor Boschetti era la posibilidad de que las lluvias arruinaran, además, el carnaval”.

Desde entonces hasta hoy tuvimos al menos cuatro experiencias como para aprender y hacer algo. ¿Qué pasó? Muy poco: hay canales que recién se están haciendo y otros que nunca se mantuvieron; dragas que se prometen, pero que no funcionan. Hay estudios hechos, pero permisos que no llegan; y permisos que corren detrás de ciertos acomodos sin estudios del más mínimo impacto. Hay privados sin sofreno que achican el cauce de los riachos para darle un parque a los dueños del dinero y a los amigos del poder que compran sus terrenos. Hay mucho estado ausente, ruin y justo en este momento electoral, mucha carroña política.
La campaña transcurre tan sucia como el agua podrida de los bajos sanluiseños, y se escucha cualquier cosa. Lo de menos es el cinismo: que ahora sí la Nación hará lo que no hizo en 12 años. Que ahora sí la Provincia hará lo que no hizo en 16. Que ahora sí en Municipio hizo lo de nunca…
Las presentes inundaciones ya dejaron pérdidas multimillonarias que todavía no se pueden terminar de definir. La sangría quedará al descubierto cuando las aguas se vayan. Mientras tanto, como si hubiera margen para ello, la dirigencia política correntina se debate en chicanas y denuncias de cotillón. Gastan escasa inteligencia y muchos recursos públicos en ver cómo afectan al oponente. De soluciones ni hablar.
Así, por ejemplo, algunos encumbrados correveidiles del Gobierno de Corrientes dicen que en Capital y en otras comunas llamativamente administradas por la oposición, el desastre natural afecta mucho más por falta de obras. En la Provincia, evalúan estos mismos cerebros, el desastre hace de las suyas sólo porque es una catástrofe. Algo así como que, hasta el próximo domingo, en Capital, la culpa de las inundaciones será de Ríos. Y hasta las elecciones de octubre, la creciente en la provincia será sólo culpa de Dios.

***

En San Luis los vecinos tratan de organizarse. Reclaman a las autoridades, hacen trámites, buscan ayuda, tocan timbres de sus funcionarios provinciales y nacionales, pero mantienen a raya a los que pretenden sacar réditos electorales con la catástrofe.
Los autoevacuados, algunos de los cuales ya volvieron a sus casas y conviven con el olor de la cloaca y de los desinfectantes, hacen cuentas de sus pérdidas. Lloran por igual hombres y mujeres: flaquearon en algún momento, pero se repusieron, generaron vínculos antes inexistentes y ahora hasta saben quiénes son esos vecinos. Ya no los une sólo el espacio físico, sino su calidad de inundados, perdidosos, desamparados, y el deseo de que la unión en la desgracia pueda seguir más allá. Su profeta: Julián Zini, que alguna vez escribió:
Ojalá que tanta agua /tanto río al por mayor, /nos purifique los ojos, /la mente y el corazón, /y así como nos iguala /al poriajhú y al señor, /nos dé una mirada nueva /y una mejor comprensión.

***

La religión es una matriz para los sanluiseños. Es un pueblo creyente, peregrino. Devoto de su santo, de su virgen, de su dios. Es un pueblo temeroso de Dios. Por eso mismo, en las peores circunstancias, se recuestan por la fe, que es su única certeza.
Cuentan que hace poco más de una semana, el sábado pasado, cuando los vecinos reclamaron y lograron ser escuchados por funcionarios provinciales, se armó una reunión en la Capilla San Cayetano que fue subiendo de temperatura hasta que como el río, estuvo a punto de desbordarse. El cura del lugar, Epifanio Barrios, se iluminó en un instante y calmó la gresca incipiente haciendo entrar una imagen de la Virgen de Itatí.
-Parecía que no se iban a entender y cuando vi que la reunión se estaba poniendo fea, hice entrar la imagen peregrina. La gente comenzó a aplaudir y cantar. Por un momento salió de su problema, se fueron calmando y después lograron seguir bien con la reunión. A tal punto que de las tres comisiones que había, lograron conformar una sola. Y el lunes cuando fui a celebrar la misa, ya me dieron una lista con las cosas que necesitaban.
Ese momento místico, culminante, increíblemente real, corta alambrados para mezclarse con las historias mágicas de García Márquez.
Dios da y quita, pero siempre ayuda, según esa cosmovisión. Aprieta pero no ahorca. No es casual, por tanto, que las iglesias y parroquias del departamento sean los principales centros de asistencia, ya como refugio o como lugar de reunión. O como carpas de campaña para los operativos sanitarios, tan necesarios hoy como el retroceso de las aguas.
Uno de esos centros sanitarios está, al momento de esta visita, en la Capilla de la Inmaculada Concepción. Un tinglado a dos aguas con cielorraso de machimbre de pino que cobija hostias y jeringas sin mayor conflicto filosófico. Es un centro de operaciones, pero de una guerra sin balas. Allí se atiende gente, se les provee de alimentos, se los escucha.
Una psicóloga social describe la situación y lo sintetiza:
–Estas personas, más allá de sus casas y sus cosas, ha perdido el hogar. Deben hacer un duelo, es una carga demasiado grande. Por eso nosotros hacemos lo que podemos. Tratamos de determinar si hay casos clínicos que demandan atención sistematizada y de ayudar con una escucha activa a los que tienen problemas asociados con la catástrofe.
Hay también allí una nutricionista. Preocupada por el balanceo alimentario en el medio del desastre, posa sus ojos cansados más allá de las costas rebalsadas.
-Los chicos e incluso los grandes están perdiendo peso. Eso nos puede complicar la recuperación -dice la jovencita, que a sus 30 años está haciendo sus primeras armas en medio de una borrasca sin fin.
El panorama claramente no es el mejor, pero todos coinciden en algo. Dicen que esta vez están trabajando en red, con lo cual pueden coordinar acciones y eficientizar los pocos recursos con los que cuentan. Se enorgullecen de ello. Y no es poco.

***

La Iglesia nodriza del pueblo, templo de San Luis Rey de Francia y de su huésped de honor, María de Itatí, está cerrada a las misas. Sólo unos bancos quedan en su lugar. Sólo el presbiterio guarda apariencia sacra. El resto es un montón de todo: montañas de comida, ropa, agua, artículos de limpieza, escobas de paja. Tan surreal es la imagen que, en uno de los costados, justo debajo del sepulcro vidriado de un Cristo de yeso con cara de tránsito hacia la resurrección, se acomoda una piragua ancha de fibra de vidrio azul. El bote fue adquirido por el Comité de Emergencia para llevar asistencia a los lugares infranqueables hasta para los poderosos Unimog del Ejército.
Tan impactante es la imagen que bien puede ser la síntesis de estos días de diluvio. Esa pequeña barca, que en situaciones de normalidad podría representar a la de Pedro, aquí más bien parece una maqueta de la famosa arca de Noé preparada para salir a flote del fin de los tiempos.

Al día de hoy, la organización de ayuda a los afectados, sólo de San Luis, llevan distribuidos cerca de 30 mil kilos de alimentos. Los dividen en paquetes que van armando de acuerdo a las necesidades de la gente y a sus paladares más bien autóctonos que muchas veces distan (bastante) de lo que se grafican los burócratas de escritorio de las administraciones centrales.
Por eso mismo entre la basura hay kilos y kilos de cartón. Provienen del “packaging” de los 500 módulos oficiales, de 5 artículos, que la Provincia envió hasta el momento, más preparados para dar volumen a la publicidad de una gestión raquítica que para matar el hambre de los afectados, que son más en número y comen al menos dos veces al día.
Por idéntica razón se apilan, casi intactas, cajas y cajas de sopas súper nutritivas que una firma del rubro hizo llegar para expiar culpas por la claraboya de la solidaridad.
–¿Y estas sopas por qué no las reparten? -pregunté a una mujer que intentaba ordenar parte del caos.
–Y… fijate -me ordena.
Leo: “Sopa crema Sensaciones. Camarón con vegetales y un toque de sabor a vino blanco. ¡Sabor y cremosidad aprobados por chefs!”.
–El otro día probamos una. Capaz si le agregamos un poco de mandioca o batata pueda funcionar en los comedores -dice José María Servín, coordinador y vocero del Comité de Emergencia.
Tal vez sea posible, pero ya va más de un mes y la prueba no se hace.

***

Mientras tanto, vamos con José María en busca del padre Barrios. Viene siendo una celebridad porque hace lo que debe, es decir, cumple con su misión pastoral de ayudar al otro: respaldando, corrigiendo y acompañándolo.
–Sólo soy un cura. Si no tengo a la Iglesia detrás, no soy nada.
El sacerdote, experimentado en esto de las crecientes, pues ya tuvo que lidiar con la del 1998 estando en Santa Ana de los Guácaras, se calzó de nuevo las botas y no dejó paraje sin recorrer, sin asistir a la gente, sin escucharlos, sin confesarlos, sin llorar con ellos. Emulo posmoderno de las cruzadas medievales del San Luis que hoy venera y cuida como vicario.
–¿Qué les dice a las personas que han perdido todo?
-Les transmito esperanza, algún consejo, les doy consuelo. El agua lleva todo, pero sobre todo los afecta emocionalmente.
–¿Y usted cómo hace para no quebrarse?
–Varias veces me quebré, pero entonces llamo a mi obispo, a algunos de mis hermanos sacerdotes que me ayudan a encauzarme cuando me desoriento.
–¿Qué es lo que más ve en medio del agua?
–Que la gente está enojada y eso hace que nos peleemos entre hermanos. Desconfían de todo, por eso incluso, cuando llega la ayuda -mucha ayuda gracias a Dios- descargamos a la luz del día y a la vista de todos.

Es increíble, pero sucede en las mejores familias. Llega la ayuda y hay quien cree que se la roban. Hay quien cree que se guardan algunas cosas y si bien hay muchas manos (cuyo número igualmente se va achicando conforme pasan los días), también hay mucha miseria.
Hay quien denuncia que no es que el Gobierno haya mandado poca ayuda o que se desentienda de las obras.
-Mandaron hasta colchones, pero los bajaron en la casa de una funcionaria que es una potencial candidata a intendenta -dice agriamente un muchacho que merodea por el Municipio.
Para cortar por lo sano con todo el chismerío, el cura Barrios decidió peregrinar con el pueblo en el mes de julio. Irán a Itatí, en sus carretas de siempre, con chicharrón de vianda, como hace más de un siglo, a pedir a la Virgen lo que no cumplen los políticos; y tal vez a agradecer que escampó y siguen vivos.
–A pedir fuerzas para volver a empezar con la esperanza de que no vuelva a pasar -dice el cura, que habla fuerte, con una voz que al parecer está siempre al borde del llanto.
–¿Sabe padre que lo están midiendo, no? ¿Qué su tarea está siendo evaluada políticamente?
-No me preocupa. Mi tarea trasciende lo humano. Mi tarea es llevar a la gente al cielo y agarrar la pata de alguno para poder entrar yo también.

***

En el negocio de Ramón Meza todavía se limpia, pero ya se vende. Un 75% menos, porque el barrio todavía parece un asentamiento fantasmal. Sacar fotos hoy, en el bajo del San Cayetano es hacer una retrospección. Son las fotos de Miramar, Córdoba, al promediar la década del 70. Son las fotos del Epecuén, Buenos Aires, inundada en los años 80, escurrido casi totalmente ahora, tres décadas después. La diferencia, aquí y ahora, es que los sanluiseños no son turistas. Son nacidos y criados que tienen amigos y familiares que los socorren, pero esa ayuda no es eterna.

El barrio es hoy un valle de lágrimas: el riacho desbordado, las calles anegadas, barro mezclado con ripio, basura flotando, un piletón maloliente donde ayer nomás fue una canchita de fútbol. Por allí hay un CD tirado, brillante, hundido. Fue tal vez de música. De fotografías. Hoy no es más que una moneda de plástico sucumbida, rastro de vida en medio de la destrucción.
El barrio San Cayetano es hoy un montón de mierda flotando. Es una planta de residuos cloacales que se levanta en el corazón del lugar, como un Caballo de Troya diseñado por el enemigo y utilizado por los perversos que creyeron alguna vez, en su sinrazón e ignorancia técnica, que una cámara para 170 casas sería lo mismo que para 3000, donde más o menos viven las 12 mil personas que pueblan el palmar encharcado.
La barriada es hoy lo que queda de mejores épocas: resiste a la inundación con una pujanza austera pero digna de quienes provocan el progreso autosuperándose. Son hileras e hileras de casas multicolor uniformadas en dos tonos: el negro del excremento que brota de los sumideros colapsados y el verde que deja el agua como estigma de su paso arrasador.

Es la casa de Mercedes, 24 años, un hijo. Con mucho esfuerzo le agregó una piecita al espacio mezquino de las construcciones sociales, pero no aguantó el embate y sufrió de lleno la crecida del río que pasa por su frente, casi siempre manso.
Mercedes habla resignada. Era una niña cuando su familia y ella misma se escaparon de la creciente del 98. En la misma casa aguanta ahora esta inundación que fue y vino dos veces en un mes, llevando lo poco que tenía.
-Lo que más bronca me da es el ropero. Caro me salió y justo ahora que lo terminé de pagar, no sirve para nada.
El ropero de melamina, obeso de humedad, descansa sobre el canto de una cama desnuda que hace las veces de andamio para sostener lo salvado.
–Hay algo seguro: lo que no te mata te hace más fuerte -digo para animarla.
Me mira, hace silencio, baja la mirada y luego sentencia:
–Y sí. Contra Dios no se puede.

***

Ya casi en la despedida, en un alto de la tarea, camino hacia una esquina y allí me quedo, en el medio de la encrucijada a contemplar el estrago que se manifiesta en tiempo presente. Me lo avisa el repiquetear de la lluvia sobre el piloto que uso de protección durante la visita a la zona ribereña de San Luis del Palmar.
Una mujer airea su casa con resignación cristiana, como casi todos, y entonces caigo en la cuenta de que en el marco de la ventana frontal se exhibe un trofeo.
Me pregunto qué haría un galardón de plástico, símbolo de la superación en competencias del hombre contra el hombre, en medio de la calamidad. Cuál sería la historia detrás de ese objeto que materializa un recuerdo y que está allí, entre las prioridades a proteger de la inundación.

Pinky me lo cuenta. Ella es la madre de Lucas Zabalich, jugador de fútbol, 22 años. El chico, varias veces premiado por su rendimiento, militó en Mandiyú y ahora juega en Juventud Naciente, allí en su pueblo, puesto que alterna el deporte con sus estudios. Está cursando el profesorado de Lengua.
Hay más de una condecoración deportiva en esa pieza que da a la calle y que ahora es poco menos que un depósito que concentra olores cloacales, de cloro y gasoil, potente desinfectante recomendado en situaciones límite, como las actuales.
El cuadro es absurdo a primera vista, pero sólidamente fundamentado en la potencia de los recuerdos, en el esfuerzo que uno es capaz de hacer para rescatar algo que, sin valor dinerario aparente, concentra una salvaguarda emocional capaz de mitigar las dolencias más profundas.
Ese trofeo es el vestigio del hogar en la vivienda hoy sumergida en puro estropicio, pienso, y salgo de allí gambeteando los charcos del minúsculo patio delantero convertido en ciénaga. Me topo con un rosal lozano que acaba de abrir capullos.
-La vida sigue, y ese impulso vital hace que uno renazca pese a todo –parece querer decirme esa flor rosada, desde ese jardín marinado en barro.

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