Cooperar para vivir

Para el diario El Litoral
Si es verdad que en estos largos días de cuarentena aprendimos que “nadie se salva solo”, entonces hemos aprendido también que la cooperación humana es la tecnología mejor acabada para ponernos de nuevo de cara al sol, cuando todo pase.
Ejemplos a lo largo y ancho del planeta confirman el diagnóstico vuelto sentencia. Y la buena noticia, para hacer frente a los escépticos, es que la cooperación también resultó en Argentina, con efectos que están a la vista.
La cooperación entre los tres niveles de Estado en el Area Metropolitana de Buenos Aires no sólo dio resultados en términos sanitarios (más allá del desfase de los últimos días en los barrios hacinados y marginales ubicados en la porción de tierra más rica del país) sino que también aportó un sedante de magnitud insospechada para la grieta política, repeliendo incluso el intento de quienes, fuera del reparto de la consideración ciudadana, intentan a toda hora y por cualquier orificio sembrar un poco de cizaña para envenenar la magra cosecha de estos días.
La cooperación que dio resultados en todo el mundo, dio también sus frutos en Argentina. ¿Eso molesta? ¿A quién? ¿Por qué?
Atravesamos como humanidad -no ya como nación, o como naciones- una situación crítica por pandemia. Es cierto que sus efectos no encuentran parangón en la historia mediana del globo, pero las bases de lo bien hecho se volverán sólidas si sabemos aprovecharlas.

 

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La cooperación del Estado con los científicos, médicos, infectólogos, fue el primer modelo en el que nos pusimos de acuerdo como sociedad. Nadie, o pocas personas a estas alturas, dudan de la importancia que tuvo para el manejo de la pandemia que el gobierno de Alberto Fernández se respalde en la ciencia, en sus expertos, en los estudiosos que dedican sus vidas al diseño de políticas y estrategias sanitarias.
La cooperación del Estado con los científicos y los CEO (de muchas empresas nacionales) hizo que la Argentina pueda desarrollar tecnología y aparatología médica, además de insumos y reactivos que nos permitirán estar mejor preparados si es que el coronavirus decide golpearnos todavía más de lo que lo ha hecho hasta el momento.
El Estado, las empresas, el conocimiento industrial y la mano de obra calificada, que procede -por ejemplo- de las universidades, como la de los estudiantes de la Universidad del Nordeste, permitieron, por decir algo, el ensamble de respiradores mecánicos para asistir al hospital de campaña de Corrientes, pero también, a futuro, a los institutos u hospitales que lo requieran.
La cooperación del Estado con los empresarios, en el plano de los productos y servicios, hizo posible muchas otras inversiones necesarias, pero al mismo tiempo mostró los agujeros que eran invisibles en el trajinar cotidiano de la vieja normalidad.
Se trata del conocimiento, más que nunca, en la era del conocimiento. Pero en este caso, se trata del saber al servicio de las políticas públicas implementadas bajo el régimen de la evidencia y no bajo el yugo de los caprichos personales, lo que supone un antes y un después, de mínima, en la toma de decisiones de Estado. Y de muchas empresas.

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Por supuesto que hay desafíos, falencias. Hay carencias estructurales. Hay dudas. Por supuesto que hay algunos desconfiados que azuzan con denuncias, y sus razones tendrán. Nunca fue fácil la cosa, nunca del todo transparente. Y nada hace suponer que de repente lo será, en medio de una pandemia, cuando el Estado, a través del gobierno, muchas veces coquetea con la fuerza absoluta que surge de la excepción. Cuando más bien se reviste de poderes que lo alejan del deber ser de la rendición de cuentas. Pasa aquí como en las sociedades más avanzadas. No es un consuelo, pero pasa.
No obstante, habrá un “antes y después”, previenen hasta el cansancio médicos, psiquiatras y analistas, docentes, gremialistas, economistas y políticos de toda caladura.
Ojalá el después, en todo caso, sea un poco mejor que el antes. Que muchas de las acciones apuradas por el coronavirus se queden para contener otros problemas que nos aquejan. Que las campañas sanitarias sirvan, por ejemplo, para atacar al dengue, que es otro de los males que nos zumban en clave de epidemia desde hace bastante tiempo.
Habrá un antes y un después -dicen a coro los expertos- en cuanto a la forma de vida, a la forma de manifestar los afectos, a la forma de realizar los trabajos, muchos de los cuales no tendrán más remedio que adaptarse. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre abril y junio se perderán 195 millones de empleos en el mundo. Los sectores más afectados con pérdidas de mano de obra son el hotelero, el de producción de alimentos, el gastronómico, el inmobiliario, las actividades administrativas, las fábricas y los servicios de reparación, los comercios, el área de los negocios y el sector artístico.
Otra mala noticia, publicada ayer por Daniel Santa Cruz en La Nación: la Argentina reúne el 41% de sus empleos dentro de este grupo de riesgo, de acuerdo al mismo informe de la OIT.

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Habrá un antes y un después en la forma de educar.
La educación, tal vez como ninguno de los otros estamentos, pone al desnudo las asimetrías y brechas, tecnológicas y de aprendizaje. He allí un enorme desafío.
El cambio de mentalidad asociado al cambio de ritmo en el paso de lo analógico y semianalógico a lo digital, por influjo de una crisis sanitaria, insufló la transformación digital, el teletrabajo, la inteligencia artificial. Dispersó la productividad, pero al mismo tiempo dejó más pobres a los pobres y más excluidos a los que ya lo estaban.
La brecha digital es mucho más que eso en provincias y regiones como las que habitamos nosotros. Es eso, pero sobre todo es la pobreza, la falta de trabajo, de viviendas dignas, de infraestructura básica.
Semejante brecha en semejante zona acentúa todavía más las diferencias. Las familias, incluso las que tienen algún recurso tecnológico, sucumbieron ante la cuarentena, que también es asimétrica. En todo caso no hay una sola cuarentena. Las hay a distinto precio.
Las familias sucumbieron ante la falta de aparatos y de servicios de internet y energía suficientes para atender las demandas de todos los miembros del núcleo en el mismo momento, que por trabajo o por estudio, intentan de ese modo hacer sus propios esfuerzos para vincularse con un afuera que cada vez queda más lejos. Ya en una familia tipo se manifestaron esos problemas, y las familias tipo, está claro, son mucho más numerosas en las provincias del Norte. No hay espacio para todos en el mismo momento, y así es difícil pensar, aprender. Avanzar.
Las otras familias, en las que la realidad virtual está lejos de ser siquiera una realidad, volvieron a ser castigadas, ahora en simultáneo por la brecha tecnológica, educativa, por la pandemia y por la economía que se paró como protección ante el virus. El combo es demasiado dañino.
En cuadros como esos es donde anidan los militantes anticuarentena que se mueven por el parámetro único de la economía. Son los que denunció hace unos días el doctor Pedro Cahn, director de la Fundación Huésped y uno de los integrantes del comité de expertos que asesora al Gobierno. “Odio la cuarentena, no la amo. Pero más odio a la morbilidad y mortalidad”, lanzó. Pidió, en todo caso, “que alguien me explique cuál es la alternativa”.
Es muy complejo todo, pero al mismo tiempo esperanzador.
Si la crisis del coronavirus logró sacar -en parte al menos- lo mejor de nosotros, en aspectos cooperativos de proyección positiva, sería bueno que esa voluntad sobreviva cuando acabe la amenaza.
Hasta aquí vimos los efectos multiplicadores de la cooperación como artefacto tecnológico para el avance humano. El coraje de los trabajadores de la salud, el espíritu de solidaridad y compasión de muchos voluntarios y voluntarias, su disposición a ir más allá de sí mismos para colaborar en el bien de todos. También vimos experiencias demoledoras que forzaron a muchos ciudadanos a poner de manifiesto lo peor que llevan dentro: sus miedos, broncas, odios. Afloraron las “conductas regresivas” y muchos se pusieron como niños, como dijo la doctora Nadia Vaschuk Semper en la entrevista #ELP de la semana pasada.
Pero “algo se aprende en medio de las plagas”, nos dijo Camus en “La peste”: “Que hay en los hombres (y mujeres) más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Ojalá sea una mayoría la que pueda quedarse con esta mirada.

About the author: Eduardo Ledesma

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